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miércoles, 19 de abril de 2017

El poder del epazote

Luis A. Chávez

Siete años de edad. Tabasco. Casa de los abuelos maternos. Renegrido de tanto sol -39 grados a la sombra- el niño, con guayas, marañones y guayabas en las bolsas, regresaba, desde los pantanos, a casa. Sabía que, si entraba rápido por el corredor central, encontraría a su abuela al pie del fogón, en la cocina; de no estar ella, le esperaba una pela como Dios manda. Su abuela al verlo le preguntaba si quería comer y el niño, harto de frutas y aventuras, le decía que no y comenzaba a colocar en la enorme mesa de caoba, del comedor, las frutas y, sobre todo, su resortera que él mismo había hecho.
Su abuelita iba hasta la mesa a ver un mango apachurrado, marañones, guayabas y raspones en rodillas y antebrazos. Pero a veces algo flotaba en el ambiente, una amenaza que ciertos gestos, pausas, silencios y miradas delataban en los mayores una trama, un definitivo complot del que, la mayoría de las veces, era imposible librarse: la abuela había ordenado, ese día temprano de un viernes, purgar al niño.
En el menú diabólico había tres platillos: epazote (Dysphania ambrosioides y maldito sea hasta el final de los tiempos), aceite de ricino (Ricino communis, también Dios lo maldiga) y la maldita por siempre sal de Higuera (sulfato de magnesio).
Al presentir el silencio -de las recámaras no salía el parloteo habitual- y escuchar leves rumores de que “ahí está” …correr era ya inútil y ni modo de acudir a la Comisión de Derechos Humanos porque, en esos tiempos, no existía. ¡De la recámara salía el tío, la mamá, la tía y hasta un desconocido hijo de la tal y, cada uno, agarraban a la criatura por las extremidades para acostarlo en la mesa!
Llanto, gritos, amenazas de muerte, frases impublicables peores que las de Alvarado Veracruz, e impotentes patadas por tener ambas piernas sujetas, más una estúpida y pendeja cuchara de madera para forzar a abrir la boca (ellos prometían entradas gratis al cine, refrescos, helados, chocolates) conformaban el escenario traumático donde la abuela, convertida en enemiga letal, avanzaba con cualquiera de los tres estúpidos venenos.
- ¡Ya deja de decir groserías hijo de la chingada!
Y el brebaje, maldito hasta el día de hoy, comenzaba su viaje hacia la tráquea.
- ¡No lo escupas!
Hasta que, por fin, aquella maldita ponzoña llegaba al intestino, al píloro, las gónadas o a donde tenía que llegar. Volvía la calma.
Un niño olvida pronto. Pero jamás perdona.

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