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jueves, 21 de julio de 2016

Dos oscuros ecos del siglo XX


Hace unos días, sonaron dos ecos macabros del siglo XX. Me refiero al aniversario del arranque de la batalla del Somme, la más mortífera de la Primera Guerra Mundial, y la muerte del escritor Elie Wiesel, quizá el sobreviviente y cronista más famoso del Holocausto. Ambos son emblemáticos de los conflictos que les dieron fama. La Batalla del Somme representa el paradigma de la primera guerra industrializada en la historia del mundo, la primera con el uso extenso de metralletas, aviones y tanques. En el primer día de ataque, casi 20 mil soldados británicos murieron y 40 mil resultaron heridos. Es decir, hubo una baja cada 1,3 segundos durante un día entero. Del lado británico, en el ataque inicial caían ocho soldados por segundo.

¿Qué ganaron los británicos y sus aliados con este sacrificio espeluznante? Muy poco. Avanzaron un poco, pero la división de trincheras se volvió a establecer a unos cuantos kilómetros de distancia. La batalla, que duró cuatro meses, no abrió una ruta rápida al triunfo, que tardaría dos años más en llegar y a un costo de millones de seres humanos más.
Wiesel, en cambio, es una de las caras más famosas de la Segunda Guerra Mundial y su horror más infame. En el libro La noche, en el que Wiesel relata sus memorias del Holocausto, ofreció uno de los retratos más indelebles del genocidio. Así, durante toda su carrera como autor y activista, sirvió como recordatorio del peligro de las creencias extremas.

La historia del siglo XX, con el Holocausto y la Batalla del Somme como episodios claves, es una moraleja del peligro de la caída repentina de los sistemas políticos. La Primera Guerra Mundial borró de golpe la legitimidad que había disfrutado la clase política, aristócrata y conservadora, por toda Europa durante dos siglos y medio. La Segunda Guerra Mundial (y la Guerra Fría que desató) fue un conflicto para decidir qué modelo reemplazaría el que había desaparecido. En ambas guerras, unos cien millones de personas, tantos militares como civiles, perdieron la vida.

La lección es que si no hay un sustituto cuando cae un régimen político –lo que es común cuando la caída es súbita– se abre un vacío que puede ser llenado por filosofías extremistas y el extremismo político, sobre todo en manos del Estado, suele generar violencia.

Cuando uno ve el mundo actual, puede notar cierto parecido con lo que sucedía hace un siglo. Una gran parte del mundo está rechazando las filosofías políticas que han guiado, con mucho éxito, al Occidente desde hace 70 años: principalmente, el internacionalismo y el liberalismo. Este rechazo se ha manifestado muy conspicuamente en la candidatura de Trump y el Brexit, sin embargo, la frustración frente a la filosofía dominante va más allá de estos dos ejemplos espectaculares. Hace 20 años, Francis Fukuyama describió la democracia liberal como la inevitable conclusión de todas las evoluciones políticas del mundo, pero hoy, votantes alrededor de todo el Occidente lamentan que sus líderes no sepan garantizar su seguridad ni bienestar económico. Por otro lado, sobran ejemplos de países que resisten el llamado fin de la historia, sea el autoritarismo capitalista de Rusia y China o la religiosidad del Estado Islámico e Irán.
La primera mitad del siglo XX fue un periodo único, con una confluencia única de un gran número de circunstancias inusuales, por lo que, una reaparición de algunas de ellas no significa que se repetirán sus horrores. El mundo cuenta con muchas instituciones que lo blindan contra una caída estrepitosa y lo que estamos viendo en Occidente no es un colapso repentino, sino un proceso de frustración de años.

No obstante, la coyuntura actual inquieta. Hay una percepción de que el régimen actual no está funcionando como debe, y no se sabe cómo mejorarla. Si la confianza popular en el liberalismo internacional se sigue minando, el resultado no tiene que ser tan grave como el Somme para causar un gran daño.

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