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miércoles, 28 de octubre de 2015

El Día de Muertos reaviva las economías locales

Gustavo Armenta
Hace algunos años, un primero de noviembre viajé por la mañana con mi familia a Morelia, con la intención de llevar a mis hijos pequeños a la celebración del Día de Muertos en la isla de Janitzio.

Pero fue una mala idea, porque esta fiesta –que los mexicanos entendemos muy bien, pero que a los extranjeros les cuesta trabajo comprender cómo puede haber celebración en el día que recordamos a nuestros muertos- atrae a miles de visitantes, en su mayoría nacionales, los cuales desde temprana hora intentan llegar a Pátzcuaro, en cuyo muelle hay que embarcarse para llegar a Janitzio.

Esta cantidad de gente es tan grande, que con sus autos forman una fila de varios kilómetros antes de lograr entrar a Pátzcuaro, lo cual nos desanimó por completo ese día. No obstante, tomamos la alternativa de ir a Tzintzuntzan, un poblado también muy cercano a la capital michoacana, donde hace muchos años la construcción de la calle principal como continuación de la carretera que lleva hasta él, se hizo pasando por en medio del panteón, con lo cual partieron en dos el cementerio, y desde entonces parece que en lugar de uno tienen dos.

Al camposanto de Tzintzuntzan llegamos ya cuando hacía oscurecido y no nos arrepentimos de haber optado por ese plan B. Profusamente adornadas las tumbas con cempasúchil amarillo, su aroma inundaba por completo el sitio, olor que se confundía a ratos con los inciensos o con el hilo de humo que se desprendía de los cientos de veladoras que iluminaban el panteón carente de luz eléctrica.

En cada lápida había una fiesta. Desde la hora de la comida, muchas familias estaban ahí, a donde habían llegado para hacer una especie de picnic sobre la tumba, levantar su altar en honor al difunto que ahí vivía, y celebrar con él ese encuentro anual mirando su fotografía, compartiendo con él la comida que más le gustaba, bebiendo con ganas su destilado favorito y bailando a todo volumen, con las melodías que brotaban de grabadoras de pilas, la música que siempre lo hizo feliz.

Todo el cuadro era alucinante: la noche, la luz tenue titilante en cientos de flamas, el olor de las flores de muerto y la gran cantidad de fiestas particulares que en conjunto tejían una sola gran celebración, hacían de todo aquello una experiencia verdaderamente especial. Pero lo que la convertía en verdaderamente única, era ver que aquello no se trataba de un espectáculo montado para turistas, sino que eran auténticos lugareños viviendo, una vez más, como lo hacen cada año, una tradición de siglos que heredaron –como lo hacemos muchos mexicanos en nuestras casas— de sus antepasados y que sin duda enseñarán a sus hijos.
En contraste, años después, por casualidad me tocó estar en esas mismas fechas en Orlando. Una noche fui a uno de sus múltiples parques de diversiones y en la “Casa del Terror” había noche de Halloween y entré. Pero lo que vi me aburrió a los pocos minutos: máscaras de muertos, empleados disfrazados de zombies, personajes del cine estadounidense de terror, etc. Así que decidí salirme.

Aunque el Halloween ha permeado en nuestro país, nuestra fiesta de Día de Muertos está tan arraigada, que no solamente está regresando con fuerza en las fiestas de las zonas urbanas, sino que está convertida en una atractivo turístico que desestacionaliza y rompe por unos días con las vacas flacas de la temporada baja de septiembre-octubre en la industria turística del país.

Son muchos los lugares que, de manera muy particular, de acuerdo a sus tradiciones y costumbres locales, celebran el 1 y 2 de noviembre: Huaquechula, Puebla; en las Huastecas Hidalguense y Potosina; Aguascalientes; y Pomuch (donde sacan los huesos de las tumbas para lavarlos), en Campeche, por citar sólo unos cuantos.

La Ciudad de México también tiene sitios icónicos para esto días, como el Barrio de Mixquic, donde esta fiesta también hace que el lugar se abarrote.

Nuestra celebración de Día de Muertos es una peculiar tradición, tan auténtica, antigua y singular, que se ha convertido en una atracción para propios y extraños que ya conlleva un impacto económico para las localidades.

Por ejemplo, tan sólo en el Distrito Federal se espera la llegada de 173 mil turistas, que gastarán durante cuatro días 975 millones de pesos.

Además, de los habitantes de la ciudad más de 412 mil acudirán a un panteón a visitar a sus difuntos; éstos también dejarán una derrama económica de 74 millones de pesos.

Todo tenemos, por lo menos, un muerto que recordar y que celebrar; pero festejemos también que tradiciones como ésta provoquen que las economías locales se reaviven en días difíciles.

Correo:garmenta@elfinanciero.com.mx

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