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viernes, 22 de mayo de 2015

Jugando a ser adultos

Por ALEJANDRO HERNÁNDEZ

Los niños juegan a ser adultos.

Hay otras vertientes de juego, por supuesto, pero es la imitación del mundo adulto una inclinación natural que les permite ensayar para la vida. De allí el ejemplar éxito de Kidzania, por ejemplo.

Los niños juegan a lo que hacen los adultos cercanos o aquellos que de una u otra manera forman parte de su entorno, incluso a través de los medios de comunicación o de internet.

En México algunos niños, imposible saber cuántos, han empezado a jugar a la violencia, no ya al remoto entretenimiento genérico de las pistolitas sino al juego específico de la delincuencia, de las armas largas, el narcotráfico, el secuestro, el asalto. (recientemente un niño me detuvo en una calle, ametralladora de plástico en mano, y me gritó: “Si me das dos millones te dejo pasar”).

La violencia está adquiriendo estatus de habitual, de normal, de hecho cotidiano.

Basta ver cualquier día un noticiario nacional o local, algún periódico o una revista al azar. Siempre habrá un hecho delictivo relacionado con la violencia irracional, la crueldad, la venganza o el enfrentamiento.

A veces los hechos son especialmente graves por la saña que hay en ellos, por la incomprensible conducta de los victimarios o por el número de muertos.

Habituados a la violencia, leemos las notas como si se tratara de un acontecimiento deportivo; a veces, sobresaltados por algún rasgo de novedad, nos petrificamos un instante.

Los niños aprenden lo que viven, decía un poema de hace décadas de Dorothy Law Nolte.

De lo que viven los niños, y por tanto de lo que aprenden, todos somos responsables.

En Chihuahua, dos adolescentes de 15 años de edad y dos niñas y un niño de 13, 12 y 11 asesinaron a un niño de seis. Jugaban al secuestro. Secuestrar implica privar de la libertad a otro, lastimarlo, humillarlo y a veces quitarle la vida.

Si se juega al secuestro, la violencia es condición. Por eso la asfixia, las pedradas, las 27 puñaladas.

¿Será que estos niños nacieron con la disposición genética a ser victimarios, cargados de rencor para matar, destinados fatalmente a arrebatar la vida?

La pregunta incomoda. A quién se le ocurre, se indignarán algunos. Que encierren a quien pretenda afirmar tal cosa, demandarán otros.

Luego entonces no es cuestión de genética ni mandato del destino.

Esta tragedia es producto nuestro. Brota de nuestro comportamiento, de nuestras acciones y nuestras omisiones. Del México que hemos perfilado día a día. De lo que estamos haciendo, de lo que hemos dejado de hacer. De nuestra forma de relacionarnos, de los antivalores que exaltamos, de la admiración por el que delinque y por ello es famoso, del arrodillamiento frente a la tentación de la riqueza pronta sin importar los medios.

Cada quien podrá encontrar argumentos y pruebas para eximirse de esta responsabilidad colectiva. Pero no es tiempo de hacerse a un lado. Hoy no tiene sentido el Yo no. La suma de todos es el país que somos.

El acontecimiento, como otros similares que posiblemente se están fraguando en nuestros barrios y colonias, en nuestros campos y escuelas, obliga a una reflexión.

Si los niños juegan a ser adultos, ¿qué modelos estamos ofreciendo?

Los espejos son directos, a veces crueles. Reflejan sin matices lo que enfrente tienen. Son mudos y gritan. Son planos y profundos.

Se dirá: es un caso aislado, hombre, tampoco es cuestión de angustiarnos.

Todas las expresiones de violencia que hoy vivimos a granel fueron alguna vez un caso aislado.

Todos los asesinos de hoy fueron niños. Todos los árboles de hoy fueron semilla.

Los niños aprenden lo que viven.

Los niños juegan a ser adultos.

Y nosotros somos el modelo.

¿A qué adultos querrán parecerse nuestros niños?



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