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jueves, 5 de febrero de 2015

El costo altísimo de las pequeñas frases

México.- Vicente Fox, como presidente de la República, fue un personaje tan ocurrente como irreflexivo. Nos dejó varias perlas: cuando soltó ¿y yo, por qué? —una interpelación que, si lo piensas, debía meramente manifestar que él no era el responsable absoluto de todo cuanto acontece en este país y que para ello, para atender la infinita variedad de asuntos particulares, existen instancias, organismos y funcionarios que se encargan de cada cosa— la gente quiso interpretar que se desentendía de sus compromisos como jefe del Estado mexicano. No fue la frase más afortunada que hubiera podido proferir pero, más allá de su descuidada y excesiva verbosidad, no está solo, ni mucho menos, en la galería de hombres públicos que derrapan al largar lo primero que les viene a la cabeza.

Me parece, sin embargo, que en los tiempos del primer presidente de la alternancia —llegado al poder, justamente, sin que le estorbara en modo alguno un registro de gracejadas y dicharachos donde figuraban “tepocatas, alimañas y víboras prietas”, aparte de su oferta de echar “al PRI a patadas de Los Pinos”— la gente no mostraba todavía esa ríspida intolerancia que observamos en estos momentos: hoy, no hay ya manera de que nadie diga casi nada sin que las redes sociales se pueblen de descalificaciones, denuestos y airadas repulsas. Pero, además, de inmediato se distorsiona el sentido original de la frase y se saca abusiva y mezquinamente de contexto.

El procurador de la República —luego de 48 horas sin dormir por atender, precisamente, las diligencias del suceso de Iguala— terminó por impacientarse a la tercera o cuarta vez que se le formulaba la misma pregunta en una conferencia de prensa y dijo que estaba cansado. Eso fue todo. Pues bien, la manifestación de algo tan natural y entendible ha sido retomada para hacerlo aparecer como el funcionario de un Gobierno desganado. Luego vino lo de la “verdad histórica”, que se suma al extensísimo inventario nacional de “ni los veo ni los oigo”, “no tengo cash”, “haiga sido como haiga sido” y, apenas anteayer, “ya sé que no aplauden”. Nunca había sido tan costosa la espontaneidad.

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