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viernes, 31 de octubre de 2014

Regresan las solicitudes de licencia

Por segunda vez en el sexenio de Enrique Peña Nieto un gobernador en funciones se ve obligado a pedir licencia ante el Congreso local

Michoacán y Guerrero, estados vecinos, han sido la parte más visible de violencia del narcotráfico


México, D.F.- La descomposición social se tornó en ingobernabilidad política y la solicitud de licencia se presentó como la única posibilidad de iniciar la distención y empezar la difícil tarea de recomposición.

Parecía desterrada la figura de los gobiernos truncos, estos eran ya parte del pasado. Desde que el PRI perdió su calidad de partido hegemónico el Presidente, otrora todo poderoso, no había tenido la posibilidad de remover a un gobernador de su cargo.

Lázaro Cárdenas y Carlos Salinas de Gortari fueron los presidentes de la hegemonía del partido único que cambiaron al mayor número de gobernadores. Les pidieron, les ordenaron solicitar licencia. Si revisamos la historia política de 1934 a 1940 y de 1988 a 1994 podría parecer casi natural que así haya sucedido. Ambos sexenios se leen como momentos (re)fundacionales del proyecto de la Revolución Mexicana. Los cambios políticos y sobre todo económicos, de uno y otro, demandaban alinear a los gobiernos estatales al replanteamiento del país encabezado por ellos. Ambos necesitaron recolocar sus piezas en el tablero nacional para sacar adelante sus planes. El sistema les permitía sacrificar cuantos peones fueran necesarios.

Entre las “ventajas” del híperpresidencialismo mexicano, estaba el gozar de ciertas facultades metaconstitucionales. Con una operación política relativamente simple, el Presidente podía pedirle a un gobernador que abandonara su cargo.

Imperaba un sentido de la obediencia que hacía irresistibles las órdenes del Presidente. Después de todo los gobernadores estaban conscientes de que a él debían su cargo. Habían sido llamados a Los Pinos para comunicarles que serían el candidato propuesto por el partido, eufemismo para hacerles saber que serían el próximo gobernador de su estado. Pasar por las urnas era parte de un rito, no precisamente un proceso electoral.

Si Salinas de Gortari pudo remover a más de la mitad de los gobernadores de la República, Zedillo sólo removió a Rubén Figueroa, gobernador de Guerrero (1995). ¡Oh paradoja del destino! La matanza de 17 personas en Aguas Blancas provocó su salida y fue precisamente Ángel Aguirre quien lo sustituyó.

Zedillo le pidió también a Madrazo, a la sazón gobernador de Tabasco, que dejara el cargo, pero éste se negó, de manera insólita, quizá los priistas de cepa prefieran decir insolentemente, operó su propio movimiento de apoyo y resistió la orden. Desde entonces y hasta la salida de Fausto Vallejo no habíamos visto salidas intempestivas de gobernadores.

La reforma electoral de 1996, a pesar de ser una reforma federal, transformó enteramente la dinámica política del país, incluida la de los estados. De pronto los gobernadores contaron con la legitimidad que les otorgaba el voto popular. Su nominación se la debían a su partido, pero su elección a los votantes, a sus gobernados. Sin importar el signo partidario que los hubiese postulado, los gobernadores tuvieron la fuerza de las urnas para gobernar y eso les dio, para bien y para mal, un margen de autonomía desconocido.

Es cierto que la situación de Michoacán y la de Guerrero se tornaron insostenibles, su salida fue considerada por muchos como indispensable. No fue un capricho presidencial. Vallejo y Aguirre habían agotado cualquier capacidad de conducción. La legitimidad que les dio el voto, la autoridad de la que gozaron al llegar al poder, se esfumó, acabó derretida por el calor de la violencia. En ambos casos, el desgobierno generado por la penetración del crimen hizo insostenible su permanencia en el cargo.

El hecho de que Fausto Vallejo fuera priista facilitó a Osorio Chong su sustitución. En el caso de Guerrero hubo que tomar en cuenta al PRD, partido que había postulado a Aguirre. No fue claro quién debía conducir el proceso y hubo señales claras de resistencia. Para nombrar un gobernador sustituto debieron ponerse de acuerdo dos partidos, dos instancias de gobierno. Para colmo de males el conflicto de Ayotzinapa sucedió en un momento de transición del propio PRD, todavía no salía Zambrano cuando desaparecieron los normalistas; Navarrete había sido electo, pero aún no tomaba posesión, en lugar de cetro le entregaron una papa caliente.

Sería una imperdonable simplificación decir que el regreso del PRI trajo consigo el regreso de sus formas y por ello Vallejo y Aguirre fueron sustituidos. Lo que es cierto es que la crisis social y política que ha traído la delincuencia organizada, y la guerra entablada en contra de ella, nos está obligando a retrocesos en la construcción de la gobernabilidad democrática que en 1996 parecía posible ¡Parecía tan cercana!

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