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martes, 30 de septiembre de 2014

Deslindes

Tlatlaya, Iguala, Represión y Derechos Humanos


Por ARMANDO SEPULVEDA IBARRA

Jamás se ha visto, ni con los gobiernos priístas ni con los panistas, un gesto imparcial de la Comisión Nacional de Derechos Humanos o de censura contra la autoridad, pero la gente ha podido ser testigo de cómo sus presidentes, sin vergüenza alguna, se arrojan en todo momento a los pies de los gobernantes y, con más soltura, siempre que buscan sus favores para reelegirse o pescar al término de su período una vacante de ministro en la Suprema Corte o, de perdida, servir de pajecito en el gabinete presidencial.

Contagiados por el servilismo y su deseos de perpetuarse en las nóminas oficiales con sueldos de sultán, los altos mandos de la CNDH ocultan verdades, siembran falsos testimonios y, a veces con desparpajo, protegen al gobierno al momento de escudriñar y después juzgar la cadena de documentadas violaciones de los derechos humanos que perpetran con regularidad las autoridades contra la indefensa ciudadanía, por lo regular con lujo de impunidad.

Desde que la CNDH se creó en 1990 con la esperanza de la sociedad de contar con un organismo que la defendiera de los abusos del poder, los mortales saben que sus titulares se empeñan, con sus frecuentes actos parciales, en afianzar su carácter de sumisos e incondicionales como si fueran empleados del gobierno y debieran por necesidad cuidarle las espaldas. Inclusive muchas organizaciones no gubernamentales que monitorean los sucesos, la tildan de proteger más a los delincuentes que a los ciudadanos víctimas del poder y la violencia del estado y del crimen organizado. Sólo con recordar que el mismo gobierno y el propio organismo estaban más preocupado aquel trágico 23 de marzo de 1994 por “proteger los derechos humanos” del asesino del candidato presidencial Luis Donaldo Colosio, Mario Aburto, que los del mártir y sus familiares, nos da una idea de cómo se cuida a la sociedad de los abusos. Tanta fue la torpeza oficial que la viuda Diana Laura Riojas exclamó con indignación: “¿Y los derechos de nosotros”?

Para asomarnos a la historia de los derechos humanos en México y la actitud de las autoridades, bastaría con tomar como modelo la frase que cinceló el filósofo francés Charles Louis de Secondat, mejor conocido como barón de Montesquieu, mientras sugería la división de poderes, con su proverbial claridad: “es una experiencia eterna que todo hombre que ejerce poder tiende a su abuso”. Consideraba al poder político como el enemigo nato de la libertad. Esas definiciones del autor de El espíritu de las leyes encajan al dedillo del país en la secuela de los asesinatos de revolucionarios, caudillos y políticos del siglo pasado, las matanzas de obreros, campesinos y estudiantes (“¡2 de octubre no se olvida!”), la guerra sucia con sus ejecuciones y desaparecidos, los presos políticos, la mordaza y las agresiones a la prensa, la sangrienta e inútil guerra contra el crimen organizado, la actual represión contra líderes sociales encarcelados por oponerse a las arbitrariedades del régimen, entre muchas barbaridades de la autoría de la clase política.

En épocas recientes sobresalen entre las injusticias y la impunidad de sus autores, las matanzas de campesinos e indígenas de Aguas Blancas en 1995 y de Acteal en 1997, la brutal represión a los inconformes de Atenco en 2006 por oponerse al frustrado negociazo de un nuevo aeropuerto capitalino, la muerte del niño José Alberto Tehuatlie Tamayo, de 13 años, inmolado con una bala de hule que la policía de Puebla disparó contra inconformes el 9 de julio pasado; el encarcelamiento de los luchadores sociales José Manuel Mireles, líder de los autodefensas michoacanos, Mario Luna, líder de la tribu yaqui en pie de lucha contra el despojo de sus aguas, así como otros más. Aunque sabemos que vino a derramar el vaso y agriar el discurso alegre del oficialismo la denuncia de vuelo internacional sobre el posible fusilamiento de 22 jóvenes presuntos secuestradores en Tlatlaya, estado de México, por elementos del Ejército, el 30 de junio pasado, cuando las autoridades dieron el suceso, en su versión poco creíble, dizque como resultado de un intenso enfrentamiento con aquel saldo más un militar herido. Al tiempo la verdad comienza a fluir desde el extranjero, por desgracia, como si México adoleciera de autoridades, investigadores, organismos y medios de comunicación serios para ventilarla con honestidad.

En momentos en que estalla la bomba en el mundo con las denuncias de medios y organismos internacionales sobre las evidencias que hablan de un fusilamiento en Tlatlaya mientras el señor Peña Nieto ofrecía en la tribuna de la Organización de las Naciones Unidas los oficios de los militares mexicanos para vestirlos de cascos azules en busca de paz en zonas del orbe en conflicto, da pena el triste papel que juega en este, como en otros muchos casos de graves violaciones a los derechos humanos, las silenciosas o tibias actitudes de los partidos de oposición, de la prensa y de los defensores de esos derechos en México. Dejaron pasar como buena la versión oficial y nunca indagaron a fondo, como debían haberlo realizado, para conocer qué pasó en realidad, a lo mejor porque esperaban que el escándalo emergiera en el extranjero con la exhibición de testimonios de la agencia noticiosa AP, la revista internacional Esquire y organismos como Human Rights Watch, que han tenido eco en rotativos como The New York Times y otros de influencia mundial.

Hubo una cómplice anuencia al dicho oficial por la ligera pose de la CNDH desde hace tres meses hasta la semana pasada aún, cuando su presidente, Raúl Plascencia, se atrevió a recalcar, a pesar de las evidencias, que para su criterio y sus pruebas, lo de Tlatlaya “fue un enfrentamiento”, como había dicho el gobierno. Si este señor representa los derechos humanos de la sociedad, vale más cuidarse de su organismo que irle a contar los abusos de la autoridad, o dejar los asuntos en manos de cortes internacionales del ramo donde sí escuchan y atienden a las víctimas de regímenes autoritarios.

Hace menos de una semana aconteció un acto represivo más: la represión a tiros en Iguala, Guerrero, contra normalistas de Ayotzinapa y otros grupos ciudadanos, con saldo de seis muertos, 17 heridos y más de 50 desaparecidos, mientras el alcalde perredista, José Luis Abarca Velázquez, un antiguo modesto vendedor de sombreros que la gente vio con asombro convertirse en joyero y afiliarse a Nueva Izquierda del PRD para aspirar a la alcaldía, bailaba y bebía festejando los informes de su esposa por el DIF y el suyo, según sus primeras declaraciones que huelen a coartada.

Todo el rosario de arbitrariedades de los gobiernos de distintos colores en los tres niveles, como la represión del gobierno capitalino el uno de diciembre de 2012 contra manifestantes que pronunciaban su rechazo a la toma de posesión del señor Peña Nieto, continúan en el rincón de la impunidad. Sólo una reacción internacional de denuncia y protesta y un reclamo del gobierno de Estados Unidos a México con la sugerencia de que encuentre la verdad, han desprendido a la autoridad de su férrea posición de que lo de Tlatlaya fue un enfrentamiento y ha puesto bajo investigación a media docena de soldados y un oficial.

La represión y la impunidad, la constante violación de los derechos humanos, traen a la memoria los tiempos más aciagos del autoritarismo mexicano e invitan a la reflexión, en la víspera de la matanza de Tlatelolco de 1968 y con estudiantes politécnicos descontentos en las calles, sobre hacia dónde llevan los gobernantes al país con sus respuestas violentas a los reclamos de la sociedad.

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