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jueves, 21 de septiembre de 2017

Populismo y corrupción

Una frase que se atribuye a Clemenceau o a Churchill dice: “quien no es socialista a los 20 años, carece de corazón; quien lo sigue siendo a los 40, carece de cerebro”. Quizás eso explica en buena medida la creciente popularidad de Bernie Sanders en la contienda por la nominación demócrata a la presidencia estadounidense. En la elección primaria de Iowa, los votantes de menos de 30 años prefirieron al político socialista por margen de seis a uno sobre Hillary Clinton.


Sanders no es carismático o elocuente, y su carrera como senador ha sido gris. Pero su narrativa ha persuadido a más de tres millones de donadores individuales para su campaña, el mayor número jamás registrado.

Para Sanders, universidad y salud deben ser gratis, el salario mínimo 50 por ciento mayor, y Estados Unidos debe abandonar acuerdos comerciales que provocan un éxodo de empleos a países como México. Nombra a Dinamarca como el modelo de país para Estados Unidos.

La idea de un país de 316 millones de habitantes con una población altamente diversa copiando a uno de cinco millones de blancos, es inocente. Es un país con envidiable igualdad de género, pero con una de las tasas de violencia hacia las mujeres más altas del mundo desarrollado. Es un país con educación y salud gratuita, pero con tasas marginales de impuestos cercanas a 60 por ciento, IVA generalizado de 25 por ciento, impuesto de 180 por ciento a la importación de automóviles, una economía dependiente del petróleo, alto endeudamiento de las familias, un sistema educativo mediocre (de acuerdo a la encuesta PISA) y con universidades que están a años luz de las estadounidenses; además de padecer xenofobia creciente. Está lejos de ser el utópico paraíso que Sanders añora.

El surgimiento de los populistas, Sanders en la izquierda y Trump en la derecha, responde al desencanto con una situación económica mundial que ha provocado altos niveles de desigualdad y preocupante falta de movilidad social. Hay elementos que estamos ignorando.

Primero, se pone demasiado énfasis en el tema de “desigualdad”, cuando debe estar en la erradicación de la pobreza. Una sociedad como la cubana no es desigual, porque todos son pobres. No me importa que haya una sociedad “desigual”, pero meritocrática, en la que haya un Mark Zuckerberg multibillonario porque tuvo una idea extraordinaria que logró materializar en una empresa exitosa, siempre y cuando sea una sociedad que haya nivelado el terreno para darle acceso a los pobres a condiciones razonables de salud, alimentación, vivienda y acceso a educación de calidad que garantice su potencial de movilidad social. Eso está lejos de ser el caso en Estados Unidos, y desafortunadamente en la mayor parte del mundo (y en donde no es el caso, hay una difícil situación fiscal que hará insostenibles los modelos que prevalecen).

El estancamiento económico global es producto de la crisis de 2008. Las medidas paliativas posteriores fueron exitosas, particularmente si las comparamos con lo ocurrido después de la crisis de 1929 que desembocó en una década de depresión económica y en la Segunda Guerra Mundial. Pero provocaron efectos colaterales indeseables: deflación, bajo crecimiento, salarios estancados y alto desempleo.

Éste es un caldo de cultivo para populismos que ofrecen una narrativa quimérica e ingenua. Para Sanders basta con que todo sea gratis para todos, sin reparar en cómo lo pagaría un fisco ya rebasado por el costo del welfare state ya existente.

Para Trump todo se resuelve con muros que eviten más gente de tez morena, en un país cuya economía depende de millones de migrantes que hacen trabajos importantes, pero que sobre todo inyectan un dinamismo esencial a una economía donde las grandes empresas de las últimas décadas han sido fundadas por migrantes o por sus hijos.

Nunca he estado a favor de políticas fiscales redistributivas. No funcionan. Sin embargo, quizá habría que considerarlas simplemente como una especie de seguro antipopulista. Pero, para ello, es indispensable un gobierno honesto y que rinda cuentas.

En México, esa es una fuente adicional de indignación y resentimiento. Cientos de fortunas provienen de dinero mal habido, tanto de funcionarios públicos como de empresarios deshonestos. Con sus cínicos desplantes y nauseabundos conflictos de interés, ellos y sus hijos agravian todos los días a millones de mexicanos, muchos de ellos víctimas de una sociedad sin movilidad social y profundamente racista. Sus fortunas no son resultado de creatividad genial como la de Zuckerberg, sino del cinismo y desfachatez profunda.

El proceso para exigir que el gabinete presente sus tres de tres pone a prueba a la sociedad civil mexicana. Los cambios no se dan porque el corrupto renuncie voluntariamente a sus privilegios, sino porque la sociedad les demande la decencia implícita en el privilegio de sus puestos, pagados de nuestros bolsillos.

Cuando vemos a plumas en venta oponerse vehementemente a esta iniciativa, sabemos que quienes las pagan simplemente no quieren rendir cuentas. Exijámoslas.

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