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lunes, 25 de enero de 2016

Nación criminal


Fernando García Ramírez






No debería sorprender a nadie que, ante hechos de criminalidad extrema, la sociedad civil señale: “fue el Estado”. Tampoco que la sociedad se muestre fascinada con El Chapo y muy crítica con la actuación de las autoridades. No pocos se han preguntado por qué las voces se alzan airadas contra el gobierno y no contra los criminales. Tal vez legalmente no sea posible probarlo pero es claro que, en el imaginario social –expresado a través de la literatura, el cine y las artes plásticas–, el Estado es la fuente central de la violencia.

En un país en el que más de la mitad de la economía es informal, lo común es la violación de la ley. Ante cada acto de bandidaje se tiene la sospecha de que hay una autoridad detrás que protege y recibe su parte. Lo único que diferencia al delincuente del policía es el uniforme. Por lo demás sus papeles son intercambiables. En Iguala, un grupo de policías detiene a los normalistas de Ayotzinapa y los entrega a los criminales para su sacrificio. En lo alto de la pirámide, señalado de corrupción, el presidente encarga a un subordinado que lo absuelva. Criminalidad, corrupción e impunidad van de la mano.

La exaltación de los criminales no es nueva. Esta actitud hunde sus raíces en el siglo XIX y la encontramos vigente en el XXI. Héctor Domínguez Ruvalcaba la detalla en su libro Nación criminal (Ariel, 2015), luego de examinar un conjunto significativo de obras literarias y cinematográficas. Desde el siglo XIX la sociedad se identifica con el delincuente y ve al Estado como “un mal público”. Esto debido a la prolongada “relación del Estado con las organizaciones criminales”, mismo que “ha establecido las bases de un sistema de criminalidad que involucra a agentes oficiales y políticos”. La nación mexicana, dice el autor, no se sostiene en el mito del padre (del orden y la legalidad) sino en el del hijo bastardo “que nos conduce por la ruta de la legitimación de la ruptura con la ley”.

El “mal” es el Estado corrupto y el “bien” lo han representado, sucesivamente, el bandido social (en el XIX), el bandido insurrecto (en la Revolución), el disidente político (en la





postrevolución), el estudiante (en el 68), el guerrillero (durante la guerra sucia en los setenta) y, en los últimos tiempos, la sociedad civil encarnada en el rebelde, el activista, el hacker, en todo aquel opuesto al Estado. No es casual que el delincuente, como héroe romántico opuesto a la ley, haya alcanzado en nuestros días la canonización popular como en el caso de Jesús Malverde.

Durante el porfiriato, indulto mediante, los delincuentes se convirtieron en policías rurales. Más tarde, el revolucionario se transformó en jefe de partido y empresario.

El naciente sistema armó guardias blancas para proteger su nuevas propiedades de los agraristas y se valió del corporativismo para organizar/someter a la sociedad en torno a la utopía de la Unidad Nacional y su sueño de alcanzar la modernidad. Aquel que rechazara ese modelo era sometido con golpeadores aliados del gobierno y, en el caso de la sociedad letrada, mediante la censura (y la cooptación). El sistema controlaba las bandas organizadas, las mafias de narcotraficantes, las pandillas urbanas y a los porros de las universidades y preparatorias. El lado oscuro del “milagro mexicano” lo constituyó la alianza entre el Estado y su brazo represor. México, afirma Domínguez Ruvalcaba, “no fue un Estado totalitario al modo soviético o fascista, [pero] sí fue un Estado criminal”.

Aquel que se asome a la producción artística e intelectual reciente encontrará un poderoso reclamo al Estado, que en esas obras aparece “como parte de un negocio que incluye robos, asesinatos, tráfico de drogas y de armas”. Por esta identificación del Estado con el crimen, la sociedad está fascinada (y aterrada) por la figura del capo y el sicario. En el contexto de una economía estancada por décadas, la sociedad valida “la violencia promovida y reproducida como una forma de ascenso social de las clases populares”.

¿Qué nos toca hacer? Propone Domínguez Ruvalcaba: “desmitificar el monstruo del sistema criminal, desmantelar sus fundamentos culturales y construir sobre las bases del conocimiento de la crueldad una moral crítica y democrática”. No hay otro camino.

Twitter:@Fernandogr

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