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jueves, 4 de junio de 2015

¿Por quién voto si nadie me gusta?

POR CARLOS JAVIER GONZÁLEZ

El desencanto ciudadano con el funcionamiento de la “democracia mexicana” es evidente. Los partidos políticos se perciben con gran recelo por los electores que han visto como la transición democrática en México sólo sirvió para la ampliación de la élite política que accede al poder. Antiguamente, era casi una ingenuidad pensar en obtener algún cargo de elección popular si no se militaba el en PRI.
Con la normalización democrática iniciada en 1997 por vez primera se vio en nuestro país el poder del sufragio postrevolucionario, que sembró una gran esperanza entre la ciudadanía al comprender que quien quita y pone autoridades, es la sociedad.
Esta evolución inevitablemente llevó a la alternancia en la Presidencia de la República y la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal –los dos cargos electivos de mayor importancia en el país- previa ciudadanización de las autoridades electorales del entonces Instituto Federal Electoral. Sin embargo, la instalación de la partidocracia y la farsa de las candidaturas independientes, han tenido como resultado el dejar fuera del acceso al poder a los ciudadanos comunes y corrientes ya que parece casi imposible el acceder a un cargo de elección popular si no se cuenta con el apoyo de los partidos o en su defecto, con mucho dinero.
Los diputados, senadores, presidentes municipales, gobernadores, etc., son siempre los mismos. En su gran mayoría no se trata de ciudadanos que lleven la representación popular y el sentir social al congreso, sino que por el contrario, se trata de profesionales de la política que son vistos por un gran segmento de la sociedad como auténticos vividores del erario público.
Cuesta trabajo identificar a algún legislador como verdadero representante de la gente, ya que en la mayoría de los casos, ellos mismos optan por la autobeatificación al considerarse como parte de una casta privilegiada apartada de las realidades sociales. Sería ingenuo pensar que los políticos lleguen a poner el interés del país por encima de su interés personal, pero también es cierto que los excesos de los gobernantes y representantes sociales, han hastiado a una sociedad que se siente burlada. Y es en este contexto que se llega a las elecciones de junio de 2015 con una sociedad que se declara harta de la clase política sin distinción de partidos.
Esto puede derivar en una jornada electoral con niveles de abstencionismo nunca antes vistos o bien, en que el número de votos nulos sea de los más grandes en la historia reciente de nuestra democracia. Esta posibilidad sería una consecuencia lógica a la decepción que los políticos y los partidos generan en la sociedad, que no encuentra manera de hacerse escuchar ante la displicencia gobernante de todos colores.
Es así que se da un debate sobre si es mejor votar o no, o anular el voto. El problema verdadero que se plantea para un número importante de electores es ¿por quién voto si no confío en nadie ni creo en ningún partido político? La realidad es que no se trata de una razón menor para actuar de manera distinta, toda vez que los procesos electorales son la única posibilidad para que exista algo parecido a un diálogo entre gobernantes y gobernados…y aun así, se puede ser bastante pesimista respecto a que a la clase política le importe un pepino el sentir ciudadano y su mensaje.
El nivel de cinismo alcanzado hará que independientemente de que se vote masivamente o no, o se anulen millones de votos, a la clase política que resulte electa le tendrá sin cuidado si ganaron con un solo voto: el de ellos mismos. En una situación de tal miopía, aquellos que ganen creerán que son legítimos y que por lo tanto, forman parte de esa casta privilegiada creada por ellos mismos. Es así que en opinión de quién esto escribe, es poco probable que a la clase política le importe si votamos o no, al fin que ellos…ellos siempre ganan.

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