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lunes, 19 de enero de 2015

Hippie comunista

Por Guillermo Samperio

Mi artículo anterior se centró en el asunto de cómo los epígonos de Marx y Engels malentendieron las propuestas que Karl y Friedrich en torno a la creación de un partido de los comunes o comunista. Me gustaría mencionar, de paso que la palabra “comunista” sonaba para la gran mayoría de la gente del mundo, en la transición del siglo XIX al XX como una sombra monstruosa que los iba a abrazar (en los 2 sentidos: desaparecer en sus tinieblas o incendiarlos). Aún, en México, a mediados de siglo seguía siendo un espectro, tanto que el Partido Comunista de México (PC), financiado por el Kremlin, tenía que ser clandestino aunque su eficacia fuera demasiada dudosa.

Recuerdo que a la edad de unos 23 años vestido yo de hippie (greña a media espalda, collares de Huatla, huaraches, pantalones con campana de tela de jerga, vistosas camisas floreadas y aparte de mis escudos de peace and love y una hoja de marihuana o el signo de los Black Panters), además era comunista. Con toda razón cuando visitaba a mi abuela Clara Luz me decía hippie comunista, es decir que la abuela no era tan pendeja.


Pero la abuela y la familia en su conjunto no se metían conmigo en tanto que mi manera de vestir se iba generalizando, así como la lengua que, como hippies, íbamos creando: qué onda, chale, camarita de colores, qué pacheco, pásate un zumbador, bacha (el útimo trozo de un toque), moronga (mota), churro, qué patín, chido, hasta atrás, pasón, guato (tubo de periódico que contenía marihuana muy apretada), ahí nos viroleamos, qué pachó, pásate las tres, chubidubi (cigarro de mota forjado a mano con un papel de arroz llamado sábana), la tira, por Insurgentes chinguen a su madre los agentes, hazme el paro, nos va caer el guante, etcétera, etcétera. Una lengua de la que quedaron demasiado pocas expresiones, quizá la más representativa es “qué onda” que hasta las madres la utilizan.

Cuando asistía a mi Círculo de estudios del Espartaquismo Integral trataba de que esta “jerga” no fluyera en las reuniones; quizá la usaba con libertad entre militantes que también consumían marihuana y LSD, y nos juntábamos por lo regular en la casa de Groucho, su pseudónimo, siendo el mío Traveler, donde nos poníamos hasta la madre y veíamos películas de los hermanos Marx o leíamos poemas de García Lorca, Hernández, Salinas y, desde luego, de muchos otros; nuestro héroe era Cortázar.

Groucho y yo éramos inseparables y en las reuniones de Congreso donde asistían más de 60 militantes, éramos implacablemente irónicos y satíricos. Por ejemplo, había un Círculo que había adoptado pseudónimos de orden mexica y había un compañero que se autodenominó Quetzal; su piel era blancuzca, sus ojos nunca fijaban su objeto, le resultaba imposible verte face to face y Groucho y yo lo apodamos “El Quetzi”, sobrenombre que aludía a la blancura de su piel como queso panela. Además, como los quesos, nunca miran. Si había un Círculo que nos odiaba ése era el de los Tlaxcaltecas y fue el Círculo que me acusó de consumir marihuana y, según ellos, de haber, en estado de ebriedad, intentado atropellar a una viejita, lo cual me valió 6 meses de suspensión de voto tanto en la Central de Círculos a la que yo era representante del mío, así como en el Congreso. El dirigente de ese Círculo náhuatl era tan marihuana como yo: era Enrique González Jr., hijo de Enrique Gozález Rojo, uno de nuestros dirigentes.

Se llamaba Espartaquismo Integral porque, siendo José Revueltas miembro del ex-PC, él, junto con otros, se escindieron de éste y crearon la Liga Comunista Espartaco, de la que el mismo Revueltas fue expulsado y, en otra fragmentación, apareció el Espartaquismo Integral, desde luego pro-chino (Mao Tse Tung) y Ki Mil-Sungnista. Detestábamos, claro, al PCUS.

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