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lunes, 16 de julio de 2012

Un Peña… en la Presidencia

Como presidente interino en dos periodos, Manuel de la Peña y Peña es recordado por traer la paz al país y firmar el Tratado de Guadalupe Hidalgo: Luis Carlos Sánchez

Ciudad de México.- “Tú suspendiste ¡oh Peña! la osadía/ De la enemiga hueste poderosa,/ Y en parte recobró la toga honrosa/ Lo que, rota, la espada no podía.” versó José Joaquín Pesado en su poema: En la muerte del señor Don Manuel de la Peña y Peña.

El retorno de la paz al México convulso de los últimos años del siglo XIX es quizá la máxima cualidad que se atribuye a los breves mandatos presidenciales que encabezó Manuel de la Peña y Peña.

Nacido en Tacubaya el 10 de marzo de 1789, el político mexicano cuyo apellido recuerda al del virtual ganador de las pasadas elecciones, Enrique Peña Nieto, se sentó en la silla presidencial en dos ocasiones: la primera del 16 de septiembre al 11 de noviembre de 1847 y la segunda del 8 de enero al 2 de junio de 1848. Aunque breve, su paso presidencial representó el final de la lucha intervencionista de Estados Unidos, con la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo, por el que México cedió al vecino del norte dos millones 400 mil kilómetros cuadrados de su territorio.

De aquel suceso, ocurrido el 2 de febrero de 1848, la historiadora Josefina Zoraida Vázquez escribió “Hay que insistir en que no se vendía el territorio, pues éste había sido conquistado; la indemnización era un pago por daños y el prorrateo de la deuda exterior correspondiente a la parte perdida”. Juzgado por el imaginario colectivo como un acto antipatriótico, el mismo político justificó así el tratado:

“El que quiera calificar de deshonroso el Tratado de Guadalupe por la extensión del territorio cedido, no resolverá nunca cómo podrá terminarse una guerra desgraciada... Los territorios que se han cedido por el Tratado no se pierden por la suma de quince millones de pesos, sino por recobrar nuestros puertos, por la cesación definitiva de toda clase de males, de todo género de horrores, por consolar a multitud de familias. Demasiado sentimos ya la desorganización social, la inseguridad de las poblaciones y caminos, la paralización de todos los ramos de riqueza pública y la miseria general.”

El espíritu de las palabras de De la Peña y Peña fue el retorno de la paz, la misma Zoraida Vázquez resalta esa cualidad en el político, tras ocupar la Presidencia por segunda ocasión: “Manuel de la Peña asumió entonces el cargo, y con algunos federalistas moderados partió a Querétaro, donde consiguió establecer un gobierno que, milagrosamente, logró mantenerse y negociar la paz. En medio de penurias y problemas arribaron los gobernadores y congresistas, y en enero se negoció la paz”.

Reconocimiento unánime

“Patriota abogado”, “ciudadano insigne”, “sabio comentador” y otros halagos se han hecho al político mexicano. De la Peña y Peña estudió en el Seminario Conciliar de la Ciudad de México y obtuvo su título de abogado en 1811. Desde muy temprana edad comenzó a trabajar en el servicio público, en 1813, por ejemplo ya era síndico del Ayuntamiento de México y siete años después fue nombrado por el rey miembro de la Audiencia de Quito, puesto que no desempeñó, pues se adhirió a la causa de la Independencia.

Con la llegada del imperio de Agustín de Iturbide, De la Peña y Peña fue encargado de las fiscalías de Hacienda y del Crimen en la Audiencia Territorial. También fungió como consejero de Estado y ministro plenipotenciario en la República de Colombia. En 1824 participó en la Junta Constituyente tras el derrocamiento de Iturbide y comenzó su carrera como magistrado de la Suprema Corte, institución en la que no dejaría de participar hasta su muerte.

Jurista reconocido, redactó el Código Civil y como miembro de la Junta Nacional Legislativa, participó en la elaboración de las Bases Orgánicas. Como presidente de la Suprema Corte debió ocupar la presidencia del país tras la huída de Antonio López de Santa Anna durante la Guerra de Intervención estadunidense. Desde su llegada, su misión fue clara: alcanzar la paz a como diera lugar, pues el país vivía una etapa convulsa tras la guerra.

En su primer interinato, De la Peña y Peña trasladó la capital del país a Toluca. En noviembre de 1847 entregó el gobierno al general Pedro María Anaya en Querétaro, donde se había reunido el Congreso. Con Anaya fue canciller e inició negociaciones con los invasores. El 8 de enero de 1848 se hizo cargo nuevamente del Ejecutivo desde donde consolidó finalmente las negociaciones de paz que culminaron con la firma del tratado.

El Tratado de Guadalupe Hidalgo, dice Josefina Zoraida Vázquez, “permitió organizar elecciones” en las que se eligió a José Joaquín Herrera. “Retirado el ejército invasor, el gobierno pudo reorganizar la hacienda pública y el ejército, así como reanexar a Yucatán, que experimentaba un sangriento levantamiento maya”, agrega la
historiadora.

Después de entregar la presidencia, en 1849 fue elegido gobernador del Estado de México aunque prefirió ocupar un lugar en la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Un año más tarde, el 2 de enero de 1850, De la Peña y Peña falleció a causa de cólera morbo. Tras su muerte, el Congreso decretó que fuera enterrado con los honores de capitán general y 45 años después fue trasladado a la Rotonda de las Personas Ilustres, cuya lápida señala: “Al sabio comentador de nuestras prácticas forenses, al magistrado integérrimo que venció las pasiones políticas con el arma de la Ley, al ciudadano insigne que presidió con dignidad el duelo de la Patria”.

Ese discurso coincidirá con la glosa hecha por José Joaquín Pesado en honor del político: “Airada contra México, la Muerte,/ Del pueblo que salvaste y tanto te ama/ Tu generoso espíritu divierte/ La paz te pierde, en su dolor te llama,/Amargo llanto en tu sepulcro vierte/ Y cubre tus cenizas con su rama”.

Tratado en busca de la paz

Por órdenes de Manuel de la Peña y Peña, como presidente interino, los abogados José Bernardo Couto, Miguel Atristáin y Luis G. Cuevas fueron comisionados para negociar la paz con el representante plenipotenciario estadunidense Nicholas Trist. El Tratado de Guadalupe Hidalgo se firmó el 2 de febrero de 1848 y establecía que México perdía los territorios de Texas, Nuevo México y la Alta California.

También definió que la línea fronteriza con Estados Unidos quedaba señalada por los cauces de los ríos Gila y Bravo y que como indemnización de las pérdidas territoriales, México recibiría 15 millones de pesos, pagaderos en tres exhibiciones: la primera al momento de la ratificación de los Tratados y dos entregas anuales posteriores que devengaron un rédito del 6%.

El pacto agregaba que Estados Unidos se obligaba a levantar el bloqueo de los puertos y a entregar las aduanas a funcionarios mexicanos. Los connacionales en territorios perdidos, conservaron sus derechos políticos durante un año y se garantizaba la libertad de culto. Estados Unidos se comprometía además a resguardar sus fronteras para evitar que los “indios bravos” incursionaran en territorio mexicano.

El documento también consideraba que si alguno de los dos países estaba en desacuerdo en el futuro podría recurrir a un arbitraje y agregaba una advertencia casi irónica: “Resulta muy claro que los resultados de la guerra han sido terribles para México, cabe esperar que la experiencia sirva para fortalecer nuestra nacionalidad”.

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